LA CULPA Y LOS JUGUETES
Este año, por primera vez, mi hija tuvo edad suficiente como para absorber la locura del Día del Niño. Imágenes de juguetes de todo tipo la bombardearon por semanas. Barbies rosadas, autos con cara de muñeco y caballitos con alas aparecieron sin aviso. De hecho, de nada sirve en esos días no prender la tele para evitar el contagio del consumismo. La publicidad dirigida a los menores parece entrarles por osmosis: los insertos de los diarios caen en sus manos sin que uno haya percibido su existencia y basta ir a cualquiera de los mega-súper-hipermercados para que quede claro dónde están puestas las fichas del negocio.
Yo me niego a celebrar el Día del
Niño. Al menos, me niego a comprarle regalos a mi hija sólo porque alguien dijo
que ese día había que hacerlo. Tiene tantos juguetes que ya no hay espacio para
guardarlos y, lo que es peor, ni siquiera juega con ellos. Ahí están,
llenándose de polvo, como los juguetes viejos de Toy Story, mientras ella, a
sus casi 3 años, prefiere pintar con lápices de cera o preparar comiditas con
las plantas del jardín.
La experiencia de ir con mi hija
a una multitienda es ilustrativa. A los pocos minutos de entrar es otra niña.
Inquieta, pasada de revoluciones, hiperestimulada. La sección de juguetes tiene
en ella un efecto increíble: corre de un lado a otro, grita, se ríe a
carcajadas. Toma un juguete, luego otro, me los entrega, me pide que se los
compre. Sí, le digo, y los dejo a un lado. Sigue corriendo, toma otras cosas,
muñecos, un auto a control remoto. Qué lindos, le digo. Me entrega uno, el otro
lo tira lejos, y luego se va corriendo a la sección de colchones. Decide saltar
un rato. Cómprame este colchón, mamá. Bueno, lo llevamos, le contesto. Media
hora después, agotada de tanto perseguirla y sin haber podido comprar nada de
lo que fui a buscar, decido irme. Me la llevo arrastrando, mientras se resiste,
chilla y me pega patadas y yo le grito tan fuerte que paso todo el camino de
vuelta con culpa.
Los cultores de la educación Waldorf
creen que es importante que los niños se aburran. Que no hagan nada en
particular. No es necesario que haya siempre alguien entreteniéndolos,
poniéndoles juguetes al frente, prendiéndoles la tele, sacándolos a pasear. El
aburrimiento es el paso previo a la creatividad y es el motor que los impulsa a
conocerse y a descubrir el entorno, de donde pueden surgir muchas formas
interesantes de juego.
El problema es que los niños de
hoy son hijos de padres culposos. Perdónenme, no quiero volverlos más culposos
de lo que son, pero me parece -y esto no es ninguna novedad ya que se han
escrito muchos libros al respecto- que nuestros hijos no tienen tiempo para
aburrirse, porque los hemos llenado de actividades para calmar nuestra culpa
(la misma de la que se ha aprovechado la industria juguetera). La jornada
escolar es eterna y exigente. Existen las tareas que hay que hacer en la casa
(nunca he entendido su función). Luego, las actividades extraprogramáticas (el
niño de hoy tiene que saber idiomas, hacer algún deporte o tocar instrumentos).
Y finalmente, el juego. Pero ocurre que a la hora del juego están cansados. Y
ocurre que ya no hay vida de barrio porque además de sobreexigidos e
hiperestimulados, los niños están sobreprotegidos. Y lo que queda es la tele. El videojuego. O
acostarse a dormir.
El Día del Niño, conmemora la fecha en que se aprobó la Declaración de
los Derechos del niño, para garantizar la protección a la infancia y el
bienestar de todos los menores del mundo. Podríamos regalarles otras cosas a
los niños. Padres sin estrés, por ejemplo. Padres felices y
en paz.
FUENTE: Revista
Mujer